Opinión: El chiste que no da risa
Por: César Augusto Beboya
Vivimos en una sociedad que ama el drama, el chisme, la burla. Nos sentamos a juzgar a los demás desde un pedestal de moralidad que, en el fondo, sabemos que es de cristal. Nos encanta reírnos del error ajeno, del tropezón del vecino o del fracaso del compañero. ¿Por qué somos así? Porque es más fácil señalar con el dedo que mirarse al espejo. Nos escudamos en el humor, en las “bromas inofensivas”, pero ¿realmente lo son? La verdad es que todos, en algún momento, hemos estado de los dos lados: el que lanza la piedra y el que la recibe. Negarlo es, simplemente, de hipócritas.
El humor, especialmente el humor negro, es una herramienta de doble filo. Puede ser una forma de escapar, de encontrarle un lado cómico a la tragedia. Pero a menudo se convierte en un arma. Un arma para herir, para humillar, para reafirmar nuestra supuesta superioridad. Y lo digo con conocimiento de causa. Siempre me ha gustado el humor negro, ese que a muchos les resulta “pesado y áspero”. Me he reído de los errores de otros, de sus desgracias, y he justificado mi actitud diciendo que “es solo una broma”. Pero ¿lo es? ¿Qué pasa cuando la burla se cruza con el dolor? En ese momento, la risa se ahoga y la incomodidad se apodera del ambiente. La línea entre la broma y el bullying es delgada, casi invisible, y la cruzamos más a menudo de lo que quisiéramos admitir.
Cuando nos reímos de alguien, estamos ejerciendo una forma de poder. Un poder sutil, pero real. Al ridiculizar a otro, nos sentimos más fuertes, más inteligentes, y validamos nuestro lugar en la “manada”. Es un mecanismo de defensa primitivo: atacado para no ser atacado. Y este comportamiento se manifiesta en todas las esferas de nuestra vida: en la oficina, en las reuniones familiares, en los grupos de amigos. El chisme, la calumnia, la injuria, son solo diferentes caras de la misma moneda. Todos somos parte de este círculo vicioso, y todos, sin excepción, nos hemos ubicado en algún momento para atacar o ser atacados.
Y aquí es donde la historia de Alejandra Azcárate nos golpea con un balde de realidad. Una comediante que ha construido su carrera sobre el pilar del humor negro, de burlarse de las desgracias ajenas, ahora se indigna y busca justicia cuando la burla la toca a ella. ¿Cómo es posible? Es como el león que se ríe del antílope, hasta que él mismo se convierte en la presa. Ella, que defiende la idea de que “no hay nada mejor que burlarse de las desgracias de los demás”, ahora alega perjuicios por comentarios que le generaron daño en su reputación.
La hipocresía es tan evidente que duele. Azcárate puede hacer chistes sobre la tragedia de otros, pero se ofende profundamente cuando se menciona el escándalo de la avioneta de su expareja. ¿Acaso su dolor es más válido que el de los demás? Su reacción nos obliga a cuestionarnos: ¿dónde está el límite? ¿Es aceptable reírse de la tragedia de otros, pero no de la propia? La respuesta parece ser no. El humor, si es genuino, debe poder reírse de todo, incluso de uno mismo. Y si no puedes reírte de tu propia desgracia, ¿con qué derecho te burlas de la ajena?
El daño que ella alega no se lo causaron los humoristas del podcast “Fack News” o los medios de comunicación. El daño se lo provocó la situación en sí misma, en la que se vio envuelta por la conducta de su pareja. Es un argumento paradójico: culpar a quienes la señalan, en lugar de a quien generó el problema. En su caso, la “broma” que le hicieron los medios no es diferente a las “bromas” que ella ha hecho a lo largo de su carrera. La única diferencia es que, esta vez, ella está del otro lado. No es la que ríe, sino la que es objeto de la risa.
El propósito de una broma bien intencionada es unir, no dividir. Las bromas son una forma de conectar, de crear lazos. Pero cuando la intención es herir, cuando el chiste se basa en la burla y la humillación, deja de ser humor y se convierte en una agresión. El caso de Alejandra Azcárate es un espejo para todos nosotros. Nos obliga a cuestionar nuestras propias acciones. ¿Nos reímos de los demás? ¿Justificamos el chisme con la excusa de que “es solo una broma”? Quizás es hora de dejar de ser mojigatos y asumir nuestra responsabilidad. La próxima vez que queramos reírnos de alguien, pensemos si seríamos capaces de reírnos si estuviéramos en su lugar.
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