Se nos vino diciembre y, con él, la temporada más insoportable de la política: el gran reality show de la cercanía forzada. La maquinaria electoral se reactiva con una sincronía casi cómica. De repente, aquellos que pasaron cuatro años atrincherados en oficinas o gritando desde tribunas, redescubren la plaza pública. Es el peregrinaje de los candidatos al Congreso y a la Presidencia de este “remedo de país”, como bien lo describes. Pero no nos equivoquemos: lo que vemos no es cercanía, es un acto de apropiación temporal de nuestra cotidianidad para cosechar votos.
El párrafo que describe la obligatoriedad de comer natilla, morcilla y sancocho es quizás el retrato más crudo y honesto de esta temporada. El candidato, ese ser impoluto y a veces hasta distante, tiene que “jartársela”. La autenticidad se suspende. Si no le gusta la comida típica, finge; si detesta el tumulto, lo abraza; si no le importa la comunidad, se sienta en la novena. En esta época, la agenda de un político no es ideológica, es puramente gastronómica y fotográfica. Es la máxima expresión de la hipocresía calculada, donde cada bocado y cada sonrisa forzada son una inversión de mercadeo electoral cuyo retorno esperado es un escaño en marzo de 2026.
Analicemos la profunda contradicción en el mensaje. Hemos sido testigos de un año entero de polarización sistemática, de discursos diseñados para dividir, de señalamientos permanentes entre el gobierno, la oposición y los demás contendores. El ambiente político ha estado cargado de hostilidad. ¿Y ahora? Diciembre trae consigo un aluvión de videos de “paz, amor y unión”. Veremos a los mismos que dedicaron su tiempo a hablar mal del opositor y a enrarecer el ambiente nacional, invitándonos a la calidez familiar. Esta es la mayor afrenta: nos piden ser fraternos mientras nos han mantenido enfrentados, demostrando que su narrativa es una herramienta utilitaria, no una convicción.
El recuento de la transacción económica es esencial. Diciembre es el mes donde el “bolsillo del candidato se vuelve democrático”. No es un acto de generosidad desinteresada; es la aceitada de la maquinaria. El dinero fluye para “endulzar” a líderes barriales. Se financian novenas, buñuelos, tamales y recolectas de juguetes. Es un mecanismo de compra de lealtades y de movilización de base electoral disfrazado de “ayuda social”. Es indignante que la verdadera necesidad de los “niños más vulnerables” se convierta en un simple catalizador para el clientelismo, en una ficha de negociación con los líderes base que, astutos, sacan el mayor provecho de sus “padrinos políticos”.
Es aquí donde reside la mayor indignación y la cercanía que sentimos los ciudadanos de a pie. Los vemos en “cada esquina, en las casas de los vecinos, en novenas, en fiestas callejeras, recorriendo parques”. Parecen haber bajado de un pedestal para “untarse de pueblo”. Pero este unto es artificial, cosmético. Nos obliga a preguntarnos: ¿Dónde estuvieron durante los tres años anteriores? ¿Por qué la única época en la que deciden pisar el barro y comprometerse es cuando necesitan nuestro voto? Esta aparición efímera, esta necesidad de ser vistos para ser elegidos, es una burla a la constancia y a la verdadera labor comunitaria.
Este “momento épico” de untarse de pueblo viene de la mano de un veneno aún más potente: el compromiso que se sabe que no se va a cumplir. Vienen, prometen lo imposible en la sala de tu casa, cierran tratos transaccionales con líderes para asegurar votos, y luego, cuando la elección pasa, simplemente desaparecen. Es un ciclo de abuso de confianza que se repite cada cuatro años. La transacción de dinero con líderes comunales y barriales no es más que la manifestación de que la política, para muchos, es un negocio de compra-venta, donde la mercancía es la esperanza y el futuro del electorado.
El párrafo final actúa como una sentencia ineludible: “Después del marzo de 2026, aquellos que se vieron visibles por este tiempo, no volverán a esos lugares donde en algún momento parecieron que hubiesen nacido allí”. Y allí, en ese regreso al olvido, es donde nuestra indignación debe transformarse en consciencia electoral. Cuando veamos al candidato en la esquina comiendo la comida que detesta, debemos recordar que esa foto tiene fecha de caducidad. Es hora de dejar de premiar al farsante navideño. Nuestra tarea es exigir compromiso real, no un disfraz decembrino, y castigar en las urnas a aquellos cuya única lealtad es al ciclo electoral y no a la gente que fingen representar.
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