La frase que describe a los “bisexuales armados”, aquellos que se disfrazan de buenos para servir a la maldad, o viceversa, no es una metáfora ingeniosa; es el diagnóstico crudo de una enfermedad terminal que corroe el corazón del estado colombiano. Es la constatación de que las líneas del conflicto armado no solo se han borrado, sino que se han fusionado en una criatura bicefálica donde el uniformado, el guerrillero, el narco y el político bailan el mismo vals macabro de la conveniencia. La reciente revelación de los archivos de alias ‘Calarcá’ ha dejado de ser una noticia para convertirse en un acta de defunción moral de la seguridad nacional.
El escándalo, detonado por los documentos extraídos del computador de un jefe de las disidencias de las Farc, arrastra nombres que deberían ser pilares de la fe pública: el general Juan Miguel Huertas, comandante de Personal del Ejército, y Wilmar Mejía, director de Inteligencia de la DNI. Es un golpe devastador. Las filtraciones de información, la coordinación para crear supuestas “empresas de seguridad legales” y el manejo de traslados internos de personal sugieren que la infiltración no es un lunar, sino un sistema operativo. Nos enfrentamos a una matriz de corrupción donde la cúpula, cuyo deber es protegernos, aparentemente ha estado dedicada a gestionar el negocio de la guerra con el enemigo.
Este fenómeno va más allá de un par de manzanas podridas. Revelaciones sobre reuniones en Bogotá para establecer un “pacto de no agresión” entre mandos del Ejército y cabecillas disidentes son en resumen de la traición institucional. ¿Qué significa un pacto de no agresión si el fin último de la fuerza pública es la neutralización de los grupos armados? Significa que la estrategia se rindió ante el interés particular. Los soldados en el terreno luchan y mueren mientras sus superiores, presuntamente, negocian la pausa de los disparos como si fuera un contrato de suministro, garantizando que el conflicto se mantenga lo suficientemente vivo para ser rentable, pero lo suficientemente controlado para no estallarles en las manos.
Lo que estos archivos confirman es la tesis histórica. La infiltración no es un accidente de este o aquel gobierno; es un elemento persistente que se ha enquistado en la médula de Colombia. La influencia de guerrillas, paramilitares y el narcotráfico ha permeado todas las administraciones sin distinción, debilitando la capacidad estatal para garantizar el orden. Es un legado que se hereda y se potencia, donde cada nuevo actor en el poder se enfrenta a una estructura tan arraigada que, para algunos, la única salida parece ser sumarse a la danza de la doble militancia.
Y en medio de este pantano de corrupción, el lodazal llega a la política de más alto nivel. La mención en un chat entre alias ‘Danilo Alvizú’ e ‘Iván Mordisco’ sobre una supuesta intervención de la vicepresidenta Francia Márquez en la financiación de la campaña de Gustavo Petro arroja una sombra tóxica sobre la legitimidad democrática. Independientemente de la veracidad de la acusación, el simple hecho de que los criminales se sientan con la autoridad para discutir estos temas con tanta familiaridad demuestra hasta dónde llega su percepción de impunidad e influencia dentro de los círculos de poder.
Esta es la cumbre de la “mala práctica de la conveniencia”: el momento en que la herramienta o la estrategia legítima fracasan, y la única vía para el éxito personal (económico o de poder) es la unión tácita con el adversario. La comodidad del lucro personal y la estabilidad en el cargo se vuelven más importantes que el juramento de defender la nación. Cuando los guardianes de la ley se vuelven los arquitectos de la ilegalidad, la indignación no basta; lo que se necesita es un bisturí ético que corte este cáncer de raíz.
El ideal de la “Paz Total” de este gobierno, al igual que muchos otros grandes programas de las administraciones anteriores, amenaza con quedar reducido a un conjunto de palabras sin alma. Estos documentos sugieren que mientras se habla de paz en el Capitolio, otros están negociando la permanencia de la guerra en los sótanos del poder. La reflexión final, la pregunta que no podemos evadir, es: si los generales y los jefes de inteligencia supuestamente sirven en la mesa del enemigo y los líderes criminales se sienten cómodos discutiendo la financiación de las campañas, ¿quién, en realidad, está gobernando este país? ¿Estamos bajo un Estado de Derecho o bajo el yugo de una asociación armada que opera por encima de cualquier bandera?
También puede leer:



