Opinión

(OPINIÓN) Propina forzada por pésimo servicio

Por: César Augusto Bedoya Muñoz

La obligatoriedad de la propina en Colombia no es un gesto de gratitud, es un abuso disfrazado de convención social, una auténtica afrenta a la dignidad del consumidor y, paradójicamente, del trabajador. Es indignante ver cómo se ha instaurado la noción de que el cliente debe subsidiar el salario de un empleado que, en esencia, solo está cumpliendo con su función. ¿Acaso mi contrato laboral o el de cualquier otro profesional depende de las “migajas” de un tercero? Un servicio no es un favor, es una obligación inherente al negocio, y debe ser remunerado con un salario justo por quien verdaderamente se lucra de la transacción: el dueño del establecimiento.

El colmo de la hipocresía es la comparación que se suele usar para justificarla: “hay que premiar el buen servicio”. Pues bien, yo pregunto: ¿Damos propina a un vendedor ambulante que nos atiende con cortesía? Rara vez. Sin embargo, en restaurantes, bares y hasta peluquerías, nos encontramos con la imposición del 10%. Esos “acuerdos sociales chimbos” recaen únicamente sobre el usuario, convirtiéndonos en cómplices involuntarios de la precariedad laboral que el empresario irresponsable promueve para aumentar su margen de ganancia.

Y si al menos se garantizara una atención excelente… ¡pero la realidad es una bofetada constante! En Medellín y otras ciudades colombianas, la experiencia es a menudo decepcionante. El servicio es displicente, la actitud del personal es de fastidio, y en no pocas ocasiones, el producto servido deja mucho que desear. No obstante, al final de la cuenta, esa maldita casilla de la propina está allí, mirándonos, esperando ser marcada. Es una extorsión sutil donde la “buena atención” tiene un precio que debería estar ya incluido en los costos operativos y, por ende, pagado con un salario digno por el empleador.

Lo más vergonzoso es la presión social que rodea este acto. Negarse a pagar el 10%, incluso después de un servicio pésimo, te convierte automáticamente en el “tacaño” de la mesa. ¿Cuántas veces nos toca pagarla, a regañadientes, solo para evitar el juicio y la crítica de nuestro acompañante? Esta dinámica perversa nos obliga a ser generosos con un dinero que no queremos dar, en contra de nuestra voluntad y razón, solo para no enfrentar un debate incómodo en un espacio de ocio. La propina no debe ser un arma de doble filo para silenciar la protesta del cliente.

Pero la indignación no se detiene en la mesa de un restaurante. Miremos ejemplos como el de grandes cadenas comerciales —pienso en el Éxito y otras— que usan el mecanismo de la “donación” en caja: las famosas Goticas, o cualquier programa de recaudo. Piden al cliente un pequeño aporte para obras sociales, recaudando millones de pesos, que luego sus fundaciones presentan como logro propio. Es una jugada cínica: nos obligan a ser caritativos con nuestro dinero para que ellos obtengan el crédito filantrópico. ¡Es rezar con el Padre Nuestro ajeno, usar la sensibilidad del pueblo para lavar su imagen corporativa!

El verdadero problema es la avaricia empresarial. Si un empleado de una empresa privada tiene un excelente rendimiento, no exige propina: gana un bono, un mejor sueldo, un ascenso. ¿Por qué el sector servicios es la excepción? La respuesta es simple: los dueños han encontrado en la propina el mecanismo perfecto para minimizar sus costos laborales y trasladar la responsabilidad de la motivación salarial al cliente. Esto es una desidia inaceptable que perpetúa la mediocridad en el servicio, pues la motivación genuina no puede ser una limosna aleatoria.

Mi llamado es a los empresarios del sector de servicio al público: ¡Dejen de obligar la propina al usuario! Inviertan ese 10% que tanto defienden en aumentar los salarios de sus empleados. Capaciten a su equipo de forma constante, no solo en la cortesía básica, sino en la excelencia, el respeto y la sinceridad. Solo una remuneración justa puede generar una motivación intrínseca que se traduzca en un cliente verdaderamente satisfecho y fiel a la marca. De lo contrario, seguiremos viendo la propina obligatoria como lo que realmente es: una burla indignante al consumidor y un reflejo de su propia miseria gerencial.

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