Opinión: La rabia momentánea que nos está matando (y ni nos damos cuenta)
Por: Edwin Henao Acevedo
Estamos mal. Muy mal. Lo dicen los hechos de intolerancia que cada semana estremecen al país, pero también lo confirma la manera en que nos hablamos, en que nos enfrentamos y en que parecemos dispuestos a anular al otro cuando la rabia nos desborda. Lo que empieza como un discurso de odio, termina muchas veces en un disparo, en una pelea mortal o en un país que normaliza el insulto como forma de relacionarse. Estamos mal porque dejamos que las rabias “momentáneas” nos controlen y ni nos estamos dando cuenta.
El caso más reciente ocurrió en Rionegro, Antioquia. Jaime Esteban Rendón Rincón, funcionario de la Alcaldía y padre de dos hijos, murió baleado tras una disputa por perros en el barrio San Antonio de Pereira. Tenía 37 años, era reconocido por su labor pública y por su amor a los animales. El presunto agresor, un hombre de 62 años, se entregó a las autoridades minutos después. La escena, relatada por un testigo al medio Mi Oriente, es desgarradora: “El señor salió y comenzó a dispararle. Jaime se giró para salir corriendo y el señor siguió disparando. Cayó sobre la reja”.
Este asesinato no es un hecho aislado. Según el Ministerio de Defensa, alrededor del 19 % de los homicidios en Colombia ocurre en el marco de riñas —casi dos de cada diez—. Si se toma en cuenta que en 2024 el país registró más de 13.000 homicidios, eso significa que más de 2.400 muertes estarían relacionadas con episodios de intolerancia (declaraciones del ministro Pedro Sánchez, recogidas por La FM y Cambio Colombia). A eso se suman miles de casos diarios de agresiones físicas y verbales que nunca llegan a los titulares, pero que van alimentando un clima en el que la vida parece valer cada vez menos.
Otro ejemplo estremecedor ocurrió en Manizales. Silvana Torres, una joven madre, atacó a su hija de 2 años con un arma blanca durante un episodio de furia. “Me enceguecí, me llené de rabia, fui a la cocina por un cuchillo, le hice daño a mi hija y me quería morir. Sé que me odian por lo que hice, por eso me quería morir”, declaró la mujer. Tristemente la niña murió y la madre fue enviada a prisión preventiva, mientras la comunidad intenta asimilar una violencia que supera lo imaginable.
Estas historias reflejan cómo la rabia instantánea no es solo una explosión emocional: es una bomba contra nuestra humanidad. Si la furia se convierte en música de fondo social, ¿qué nos impide estallar nosotros también?
Y no se trata únicamente de lo que a diario vemos qué ocurre en las calles. El discurso del odio tiene raíces más profundas: en la política que divide en bandos irreconciliables, en los púlpitos donde se señala al diferente, en las empresas que ponen la rentabilidad por encima de la dignidad, y en medios de comunicación que muchas veces prefieren la polarización al diálogo que deberíamos promover. Ese ejemplo que viene desde arriba legitima la confrontación en la vida cotidiana.
Estamos viviendo la consecuencia de normalizar la rivalidad como forma de interacción. Si nos dieran un arma en un momento de furia, pareciera que muchos no dudarían en disparar. El problema es que ya está ocurriendo. Nos estamos matando a partir del discurso individual, y ni siquiera nos damos cuenta de que cada palabra que deshumaniza al otro abre un camino para la violencia.
La muerte de Jaime Esteban no debería quedar en una cifra más ni en un titular que mañana ya estará olvidado. Es un espejo incómodo que nos obliga a preguntarnos: ¿qué estamos haciendo para transformar el odio en empatía? La respuesta, por ahora, es dolorosa: casi nada. Pero si no cambiamos el rumbo, escribimos obituarios donde debería haber historias de vida.
Lea:





2 Comentarios