Han pasado casi dos años desde que Daniel Quintero dejó la alcaldía de Medellín, y la sombra de su gestión no solo persiste, sino que se burla de los medellinenses. Hizo y deshizo a su antojo, manejó la ciudad como su feudo personal, impulsado por una sed de poder y una ambición desmedida. Y mientras tanto, ¿dónde está la justicia? ¿Dónde está esa mano severa que debería caer sobre quien traicionó la confianza de una sociedad entera?
El reloj de la justicia avanza a paso de tortuga, mientras Quintero, campante y sin pudor, usa el dinero que supuestamente se apropió para financiar una campaña presidencial. Es una bofetada a la cara de cada ciudadano de a pie que lucha por salir adelante, que paga sus impuestos y que confía en que las leyes son iguales para todos. La sensación de desamparo es abrumadora. Ver a un político corrupto pavonearse en la esfera pública, mientras los procesos judiciales se dilatan, es la prueba más dolorosa de que nuestro sistema no está diseñado para proteger al inocente, sino para blindar al poderoso.
La lista de implicados en la red de corrupción de la administración Quintero parece no tener fin. Ya son casi cuarenta entre secretarios, subsecretarios y contratistas que, según la Fiscalía, habrían desfalcado las instituciones públicas. Desde el complejo caso de Aguas Vivas hasta otras denuncias que se acumulan, el panorama es desolador. Y la Fiscalía, ¿qué hace? A pesar de que existen indicios de delitos como peculado y prevaricato, sus avances son tan lentos que la indignación se convierte en una amarga resignación.
Este patrón de impunidad no es exclusivo de un solo caso. La carta dirigida a la Fiscal General, que pide un seguimiento a la denuncia contra el hermano de Quintero, Miguel, por la venta irregular de un lote, es un reflejo de lo que muchos sentimos: la lentitud premeditada. Han pasado tres años desde esa denuncia, y los avances son mínimos. El tiempo es el mejor aliado del corrupto; borra huellas, enfría testimonios y desgasta la voluntad de quienes buscan la verdad. Mientras el ciudadano común ya estaría tras las rejas por un delito menor, estos personajes siguen su vida como si nada, demostrando que, en Colombia, el que roba el dinero público rara vez pierde.
La arrogancia de Quintero es un insulto. Su habilidad para moverse en el panorama político, incluso causando división dentro de su propia colectividad, el Pacto Histórico, demuestra la impunidad con la que opera. ¿Cómo es posible que un personaje con un récord tan oscuro, con más 36 de sus exfuncionarios señalados por corrupción, siga siendo un actor relevante en la política nacional? Esto no solo habla de su desvergüenza, sino de la debilidad moral de un sistema que permite que figuras así sigan escalando en el poder. Es una lección cruel y dolorosa: el que roba y tiene influencias, no solo se sale con la suya, sino que usa esa misma impunidad como trampolín para sus próximas ambiciones.
Hasta el ministro del Interior, Armando Benedetti, entró de lleno en la polémica del Pacto Histórico al defender a Daniel Quintero de las críticas por el caso de Aguas Vivas. Además, reveló que Quintero podría ser el candidato preferido del presidente Gustavo Petro para la consulta interna de la coalición.
La próxima audiencia de Quintero por el caso Aguas Vivas el 21 de noviembre de 2025 podría ser un punto de quiebre, o simplemente una nueva excusa para dilatar el proceso. Mientras se espera ese momento, este hombre seguirá siendo noticia, seguirá polarizando y, sobre todo, seguirá demostrando que nuestro sistema judicial es un chiste de mal gusto. La vergüenza que sentimos es colectiva. La impotencia de ver cómo los corruptos prosperan y se burlan de la ley es la herida abierta de una sociedad que anhela justicia y transparencia.
¿Hasta cuándo tendremos que soportar esta indignidad? La historia de Quintero es un claro ejemplo de que el problema no es solo la corrupción, sino el sistema que la protege. La lentitud de la justicia no es un error, es un diseño. Y es un diseño que está al servicio de los poderosos. Lo que debería ser una sanción ejemplar se convierte en una serie interminable de trámites y demoras. Es una farsa que nos tiene que doler hasta los huesos. La única esperanza es que la presión social, la indignación y la memoria no se desvanezcan, porque solo así podremos exigir una justicia que realmente nos represente.
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